—¡No se vaya usted!—decíale Capitán Tiago en voz baja.—De un momento á otro debe llegar María Clara: ha ido á buscarla Isabel. También ha de venir el nuevo cura de su pueblo, que es un santo.
—Volveré mañana. Hoy tengo que hacer.
Y partió. Entretanto el franciscano daba rienda suelta á su cólera, mal reprimida hasta entonces.
—¿Ha visto usted?—decía al joven rubio, blandiendo un cuchillo de postres.—¡Se marcha por orgullo! ¡No pueden tolerar que el cura los reprenda! ¡Ya se creen personas decentes é ilustradas! Todo esto es consecuencia de enviar los jóvenes á Europa. El gobierno debía prohibirlo.
Aquella noche escribía el joven rubio, entre otras cosas, el capítulo siguiente de sus Estudios coloniales: «De cómo un cuello y un ala de pollo en el plato de tinola de un fraile pueden turbar la alegría de un festín.» Y entre sus observaciones había estas: «En Filipinas la persona más inútil é insignificante en una cena ó fiesta es el que la da y se gasta los cuartos: al dueño de la casa pueden empezar por echarlo á la calle y todo seguirá tranquilamente.» «En el estado actual de cosas casi es hacer un bien á los filipinos el no dejarlos salir de su país ni enseñarlos á leer.»