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Viviendo aún muchos de nuestros personajes, y habiendo perdido de vista á los otros, es imposible un verdadero epílogo. Para bien de la gente y del país, los mataríamos con gusto á todos ellos, empezando por el padre Salví y acabando por doña Victorina. En algunos concejos organizan los vecinos partidas para matar lobos. Creemos que no tardará mucho tiempo en establecerse también esta costumbre en Filipinas. Sería una medida convenientísima para el bienester y la tranquilidad de los ciudadanos.

Desde que María Clara entró en el convento, el padre Dámaso dejó el pueblo para vivir en Manila, al igual del padre Salví, que, mientras espera una mitra vacante, predica algunas veces en la iglesia de Santa Clara, en cuyo convento desempeña un cargo importante. No pasaron muchos meses, y el padre Dámaso recibió orden del muy reverendo padre provincial para desmpeñar el curato de una provincia muy lejana. Cuentase que tomó tanto pesar por ello, que al día siguiente le hallaron muerto en su alcoba.

Ninguno de nuestros lectores reconocería ahora