Fray Dámaso inclinó la cabeza sobre el pecho y se quedó silencioso.
Al fin exclamó: -Hija mía, perdóname que ta haya hecho infeliz! ¡Yo pensaba en tu porvenir, quería que fueses dichosa! ¿Cómo podía permitir que te casases con un mestizo para verte esposa infeliz y madre desgraciada? ¡Al ver que no podía conseguir que dejases de amarle, abusé de todo; por ti, sólo por ti! Si hubieses sido su esposa llorarías después, por la condición de tu marido, expuesto á todasa las vejaciones, sin medios de defensa; madre, llorarías por la suerte de tus hijos. Si los educabas les preparabas un triste porvenir; se harían enemigos de la religión y los verías ahorcados, expatriados; si los dejabas en la ignorancia, los verías tiranizados y degradados. ¡No lo podía consentir! Por esto buscaba para ti un marido que te pudiese hacer madre feliz de hijos que mandasen y no obedeciesen, que castigasen y no sufriesen... Sabía que tu amigo de la infancia era bueno; le quería á él como á su padre, pero los odié desde que vi que iban á causar tu desgracia. Y esto no lo podía consentir yo que te quiero tanto, que no tengo más cariño que el tuyo, que te he visto nacer y eres mi única alegría...
—Pues bien, si me ama usted no me haga eternamente desgraciada casándome con un hombre á quien aborrezco. ¡Quiero ser monja!
—Ser monja, ser monja! Tú no sabes, hija mía, el misterio que se oculta detrás de los muros de un convento... ¡Tú no lo sabes! Prefiero mil veces verte desgraciada en el mundo que el claustro. Aquí tus quejas pueden oirse; allí no. Tú eres hermosa y no has nacido para él. Créeme, hija mía; el tiempo todo lo borra. Linares será un buen esposo para ti y no me cabe duda que llegarás á amarle.