ban gesticulando las mujeres que aun tenían fuerzas; las que no dejábanse caer en el suelo lamando á voces á las personas queridas.
El sol abrasaba y ninguna de aquellas infelices pensaba retirarse. Doray, la alegre y feliz esposa de don Filipo el teniente mayor, vagaba desolada llevando en brazos á su tierno hijo.
—Retiraos-le decían;-vuestro hijo va á coger una calentura.
—A qué vivir si no ha de tener un padre que lo eduque y mire por él?-contestaba la desconsolada mujer.
—Vuestro marido es inocente! No tardará en volver! Capitán Tinay lloraba y llamaba á su hijo Antonio, y la valerosa capitana María miraba hacia la pequeña reja, detrás de la cual estaban sus dos únicos hijos gemelos.
—De todo esto tiene la culpa don Crisóstomo —suspiraba una vjeja.
A las dos de la tarde un carro descubierto, tirado por dos bueyes, se paró delante del tribunal.
El carro fué rodeado de la multitud, que quería desengancharlo y destrozarlo.
—¡No hagáis eso!-gritó Capitana María.-¿Queréis que vayan á pie?...
Esto detuvo á las familias. Veinte soldados salieron y rodearon el vehículo. Después salieron los presos.
El primero fué don Filipo, atado codo con codo.
Saludó sonriendo melancólicamente á su esposa, que rompió á llorar, y quiso atra vesar por el medio de los guardias para darle el último abrazo.
Antonio, el hijo de Capitana Tinay, apareció llorando como un niño, con lo cual se aumentó grandemente el dolor de su familia. Albino, el exee-