contra las piedras salientes y las plantas inmundas que crecían entre las grietas. Después la palanca cesó de moverse; el alférez contó los segungundos.
—¡Arriba!-mandó secamente al cabo de medio minuto.
El ruido de las gotas al caer sobre el agua anunció la vuelta del reo á la luz. Esta vez, como el peso del balancín era mayor, subió con rapidez.
Los pedruscos arrancados de las paredes cafan con estrépito.
Cubiertas de asqueroso cieno la frente y la cabellera, llena la cara de heridas y rozaduras y el cuerpo mojado, apareció el pobre Társilo á los ojos de la multitud silenciosa.
—¿Quieres declarar?-le preguntaron.
El reo, con una tenacidad heroica, movió la cabeza negati vamente.
La palanca rechinó nuevamente y el condenado volvió á desaparecer en el negro agujero. El alférez contó un minuto.
Cuando Társilo volvió á subir, sus facciones estaban contraídas y amoratadas.
—¿Declaras ó no?-volvió á preguntar el alférez.
Társilo movió la cabeza negativamente una vez más y volvieron á descenderle.
Cuando lo sacaron, las facciones de Társilo ya no estaban contraídas; los entreabiertos párpados dejaban ver el fondo blanco del ojo; de la boca salía agua cenagosa con estrías sanguinolentas...
¡Estaba muerto! Todos se miraron en silencio, consternados. El alférez hizo una seña para que lo descolgasen y se alejó pensativo. El padre Salví, más pálido que nunca y con los ojos más hundidos, imitó su