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JOSÉ RIZAL

contra las piedras salientes y las plantas inmundas que crecían entre las grietas. Después la palanca cesó de moverse; el alférez contó los segungundos.

—¡Arriba!-mandó secamente al cabo de medio minuto.

El ruido de las gotas al caer sobre el agua anunció la vuelta del reo á la luz. Esta vez, como el peso del balancín era mayor, subió con rapidez.

Los pedruscos arrancados de las paredes cafan con estrépito.

Cubiertas de asqueroso cieno la frente y la cabellera, llena la cara de heridas y rozaduras y el cuerpo mojado, apareció el pobre Társilo á los ojos de la multitud silenciosa.

—¿Quieres declarar?-le preguntaron.

El reo, con una tenacidad heroica, movió la cabeza negati vamente.

La palanca rechinó nuevamente y el condenado volvió á desaparecer en el negro agujero. El alférez contó un minuto.

Cuando Társilo volvió á subir, sus facciones estaban contraídas y amoratadas.

—¿Declaras ó no?-volvió á preguntar el alférez.

Társilo movió la cabeza negativamente una vez más y volvieron á descenderle.

Cuando lo sacaron, las facciones de Társilo ya no estaban contraídas; los entreabiertos párpados dejaban ver el fondo blanco del ojo; de la boca salía agua cenagosa con estrías sanguinolentas...

¡Estaba muerto! Todos se miraron en silencio, consternados. El alférez hizo una seña para que lo descolgasen y se alejó pensativo. El padre Salví, más pálido que nunca y con los ojos más hundidos, imitó su