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NOLI ME TÁNGERE

viejo español, cojo, de fisonomía bondadosa y dulce, apoyado en el brazo de una vieja filipina, llena de rizos y pinturas, vestida á la europea.

El grupo les saludó amistosamente; el doctor Espadaña, que era el recién llegado, y su señora la doctora doña Victorina, se sentaron entre nuestros conocidos.

—¿Pero me puede usted decir, señor Laruja, dónde está el dueño de la casa? Yo todavía no le he sido presentado—dijo el joven rubio.

—Dicen que ha salido; yo tampoco le he visto.

—¡Aquí no hay necesidad de presentaciones! intervino fray Dámaso.—Santiago es un hombre de buena pasta.

—Un hombre que no ha inventado la pólvora—añadió Laruja.

—¡También usted, señor de Laruja!—exclamó con meloso reproche doña Victorina, abanicándose. ¿Cómo iba el pobre á inventar la pólvora si muchos siglos antes de que él naciera ya los chinos la habían inventado?.

—¿Los chinos?¿Está usted loca?—exclamó fray Dámaso.—¡Quite usted! La ha inventado un franciscano, uno de mi orden, fray no sé cuántos Savalls, en el siglo... VII.

—¡Un franciscano! Bueno, quizás estuviese en China de misionero ese padre Savalls—replicó la señora, que no se dejaba convencer tan fácilmente.

—Schwartz querrá usted decir, señora—repuso fray Sibyla sin mirarla.

—No lo sé; fray Dámaso ha dicho Savalls; ¡yo no hago más que repetir!

—¡Bien! Savalls ó Chevás, ¿qué más da?—replicó malhumorado el franciscano.

—Y en el siglo XIV, no en el VII—añadió el domi-

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