amable, le dejase presenciar el interrogatorio y acaso las torturas consiguientes. La hiena olía el cadáver, se relamía y le aburría el retardo del suplicio.
El gobernadorcillo estaba muy compungido.
Su sillón, aquel sillón colocado debajo del retrato de S. M., estaba vacío y parecía destinado á otra persona, Cerca de las nueve el cura llegó, pálido y cejijunto, Caramba! ¡Cuánto se ha hecho usted esperar!
—le dijo el alférez.
—¡Preferiría no asistir!-contestó el padre Salví hipócritamente.
Ya sabe usted que salen esta tarde?
—Todos?
—Ibarra, el teniente mayor y los ocho detenidos. Bruno murió á media noche, pero ya consta su declaración.
El teniente mayor había sido detenido también como sospecho8o. Los frailes no podían perdonarle el desprecio que les había hecho no expulsando á Ibarra del local donde se celebraba la representación el último día de la fiesta.
El cura saludó á doña Consolación, que respondió con un bostezo, y ocupó el sillón debajo del retrato de S. M.
—¡Podemos empezar!-dijo.
—¡Sacad á los dos que están en el cepo!-ordenó el alférez con voz que procuró hacer lo más terrible posible.
Y volviéndose al cura, añadió cambiando de tono: -Están metidos saltando dos agujeros! Para los que no conocen los instrumentos de tortura empleados en Filipinas, les diremos que el