Repartieron unos cuantos culatazos entre los criados y subieron las escaleras. Mas no pudieron entrar en las habitaciones, de las cuales salía una espesa humareda y grandes lenguas de fuego que lamían puertas y ventanas.
—Fuego! ifuego!-gritaron todos, y su primera intención fué apagar el incendio.
Pero bien pronto se convencieron de que esto era imposible y sólo pensaron en ponerse á salvo.
Ibarra era aficionado á los estudios quimicos y tenía un pequeño laboratorio. Cuando llegaron á él las llamas, estalló una detonación formidable que concluyó de aterrorizar á los pobres habitantes de San Diego.
El viejo edificio, tanto tiempo respetado por los elementos, estaba convertido en una espantosa hoquera. Crepitaban las maderas y se desplomaban los techos. En el sitio donde estaba el laboratorio surgían llamaradas verdes y azules. Sobre la inmensa fogata veíase una bandada de blancas palomas que huían asustadas.
Los criados indios, sentados en cuclillas, contemplaban tranquilamente la obra destructora del incendio mascando buyo. Los guardias imitaron su ejemplo y se sentaron también.
Aquellos amarillos semblantes no expresaban alegría ni pena. Parecían los misteriosos sacerdotes del elemento sagrado y purificador.
En el cielo brillaba la luna, cuyos pálidos rayos parecían más blancos al lado de los rojizos resplandores del incendio.
Reinaba un silencio solemne. La bandada de cándidas palomas habíase posado en lo alto de un cocotero, quizás para contemplar también la destrucción del viejo edificio que solían engalanar con una fimbria de rizadas plumas y patitas de co-