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JOSÉ RIZAL

XXVII

La catástrofe

A las ocho de la noche el pueblo de San Diego se sintió sobrecogido de espanto. Se oy eron gritos, detonaciones y carreras. Las tímidas babays encendieron cabos de cera bendita delante de las santas imágenes colgadas de las paredes y se postraron de rodillas implorando misericordia. Los chiquillos quedáronse al principio mudos de terror, prorrumpiendo después en gritos y lloros. Algunos curiosos asomaron las narices por las rendijas de puertas y ventanas, pero el olor de la pólvora y el ruido de los disparos hiciéronles retirarse apresuradamente.

Unos pocos valientes pretendieron salir á enterarse de lo que pasaba, pero sus mujeres echáronles los brazos al cuello y con súplicas y lágrimas lograron disuadirles de semejante temeridad.

Nadie sabía lo que pasaba ni á qué obedeoía aquel tumulto. Creían los tranquilos vecinos que una formidable partida de tulisanes había in vadido el pueblo. La campana del convento tocaba á rebato. Ladraban los perros de una manera furiosa, y las tranquilas á ves de corral, sorprendidas en su primer sueño, armaban una algarabía de mil diablos.