Fray Dámaso, á esta pregunta, hecha con un tono tan natural y casi negligente, perdió la alegría y dejó de reir.
—No!—gruñó secamente, y se dejó caer con violencia contra el respaldo del sillón.
El dominico prosiguió en tono más indiferente aún:
—Debe de ser muy doloroso dejar á un pueblo que se conoce como el hábito que se lleva. Yo, al menos, sentí dejar Camiling, y eso que estuve pocos meses... pero los superiores lo hacían para bien de la comunidad...
Fray Dámaso, por primera vez en aquella noche, parecía muy preocupado. De repente dió un puñetazo sobre el brazo de su sillón, y respirando con fuerza exclamó:
—¡Hay religión ó no la hay! Los curas son libres ó no lo son! ¡El pais se pierde, está perdido!
Y volvió á dar otro puñetazo.
Toda la gente de la sala, sorprendida, se volvió hacia el grupo. Los dos extranjeros, que se paseaban, paráronse un momento, hicieron una mueca y continuaron acto seguido su paseo.
—¿Qué quiere usted decir—preguntó el teniente frunciendo las cejas.
—¿Qué quiero decir...—repitió fray Dámaso alzando más la voz y encarándose con su interlocutor.—¡Digo lo que me da la gana! Quiero decir que cuando el cura arroja del cementerio el cadáver de un hereje, nadie, ni el mismo rey, tiene derecho á mezclarse, y menos á imponer castigos. Y sin embargo, el general, esa calamidad con entorchados, se mete en todo.
—¡Padre, su excelencia es Vicerreal Patronato!—gritó el militar levantándose
—¡Qué Vicerreal Patronato ni qué niño muerto!