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JOSÉ RIZAL

Delante del eseenario templa la orquesta los instrumentos. La principalfa del pueblo, los españoles y los ricos forasteros ocupan poco á poco las alineadas sillas. La multitud se extiende por el resto de la plaza. Se oyen gritos, exclamaciones y carcajadas provocadas por un reventador que acaba de estallar en medio de un grupo de parlanchinas babays.

Aquí se le rompe el pie á un banco y eaen al suelo los que le ocupan, entre carcajadas y silbidos; allí riñen y se vapulean porque se estorban unos á otros. Las jóvenes dalagas lanzan chillidos ratoniles al sentir que indiscretas y ocultas manos las pellizcan...

El teniente mayor don Filipo preside el espectáculo, pues el gobernadorcillo ha preferido quedarsa jugando al monte.

Comenzó la función con Crispino é la Comare, en la cual Chananay y Marionito hacían las delicias del público. Todos tenfan los ojos fijos en el escenario menos el padre Salví, que parecía haber ido allí solamente para vigilar á María Clara, cuya tristeza hacía más interesante su figura. La mirada del franciacano expresaba también más que nunca protunda melancolía.

Se concluía el acto cuando entró Ibarra; su presoncia ocasionó un murmullo: todos se fijaron en él y en el cura. Pero el joven no pareció otarlo, pues salud6 con naturalidad á María Clara y á sus amigas, sentándose á su lado. La única que habló fué Sinang.

—¿Has estado á ver los fuegos?-preguntó.

—No, he tenido que acompañar al general.

—¡Pues es lástima! Te hubieran gustado; eran muy bonitos.

El cura se levantó y acercóse á don Filipo con