cores: no se le tocará un pelo de su cabeza mientras yo gobierne las islas, y por lo que respecta á la excomunión, ya hablaré con el arzobispo, porque es menester que nos amoldemos á las circunstancias. Aquí no podríamos reirnos de estas cosas en público como en la Península. Con todo, sea usted en lo sucesivo más prudente; se ha colocado frente á frente de las corporaciones religiosas que, por su significación y su riqueza, necesitan ser respetadas. Pero yo le protegeré, porque me gustan los buenos hijos que honran la memoria de sus padres. Yo también he amado á los míos, y ivive Dios! no sé lo que habría hecho en su lugar.
—Señor-contestó Ibarra,-mi mayor deseo es la felicidad de mi país, felicidad que quisiera se debiese á la madre patria y al esfuerzo de mis conciudadanos, unidos con eternos lazos de comunes miras y comunes intereses.
S. E. le miró por algunos segundos con una mirada que Ibarra sostuvo con naturalidad.
—¡Es usted el primer hombre con quien hablo en este país!-exclamó tendiéndole la mano.
El capitán general se levantó y se puso á pasear de un lado á otro de la sala.
—Señor Ibarra-exclamó parándose de repente (el joven se levantó también),-acaso dentro de un mes parta; su educación de usted y su modo de pensar no son para este país. Venda usted cuanto posee, arregle su maleta y véngase conmigo á Europa.
—El recuerdo de la bondad de V. E. lo conservaré mientras viva!-contestó Ibarra conmovido; -pero debo vivir en el país donde han vivido mis padres...
—¡Donde han muerto! diría usted más exactamente. Créame, acaso conozca su país mejor que