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JOSÉ RIZAL

de Andeng, su hermana de leche. Le había prohibido su padre que hablase con lbarra hasta tanto que los sacerdotes no le absolviesen de la excomunión que sobre él habían lanzado.

Capitán Tiago, que estaba atareadísimo preparando su casa para recibir dignamente al capitán general, había sido llamado al con vento.

— No llores, hija-decía tía Isabel, pasando la gamuza sobre las brillantes lunas de los espejos; -ya le retirarán la excomunión, ya escribirán al Papa... haremos una gran limosna... El padre Dámaso no ha tenido más que un desmayo: no ha muerto.

Por fin Capitán Tiago llegó. Ellas buscaron en su rostro la respuesta á muchas preguntas; pero la cara del exgobernadorcillo anunciaba el mayor desaliento. El pobre hombre sudaba, se pasaba la mano por la frente y no conseguía articular una palabra.

¿Qué hay, Santiago?-preguntó ansiosa la tía Isabel.

Este contestó con un suspiro, enjugándose una lágrima.

—Por Dios, habla! ¿Qué pasa?

—¡Lo que yo me temía!-prorrumpió al fin, medio llorando.-¡Todo está perdido! ¡El padre Dámaso manda que rompa el compromiso: de lo contrario me condeno en esta vida y en la otra! ¡Todos me dicen lo mismo, hasta el padre Sibyla! Debo cerrarle las puertas de mi casa y... jle debo más de cincuenta mil duros! He dicho esto á los padres, pero no han querido hacerme caso. ¿Qué prefieres perder-me decían,-cincuenta mil pesos ó tu vida y tu alma? ¡Ay, San Antonio! ¡Si lo hubiese sabido, si lo hubiese sabido!...

María Clara sollozaba.