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JOSÉ RlZAL

ya veintitrés años de plátano y morisqueta[1] puedo hablar con autoridad sobre ello. No me salga usted con teorías ni retóricas; yo conozco al indio mejor que nadie. Desde que llegué al país fuí destinado á un pueblo pequeño y allí tuve ocasión de estudiar á estas gentes con completa calma.

—No comprendo que tenga eso nada que ver con el desestanco del tabaco!—pudo contestar al fin el joven rubio, mientras que el franciscano tomaba una copita de Jerez.

Fray Dámaso, lleno de sorpresa, estuvo á punto de dejar caer la copa. Quedóse un momento mirando de hito en hito al joven, y

—¿Cómo? ¿cómo?—exclamó después con la mayor extrañeza.—Pero ¿es posible que no vea usted lo que está más claro que la luz del día? ¿No ve usted, hijo de Dios, que todo esto prueba palpablemente que las reformas de los ministros son irracionales?

Esta vez fué el rubio el que se quedó perplejo; el teniente arrugó las cejas; el hombre pequeñito movía la cabeza como para dar la razón á fray Dámaso. El dominico permanecía indiferente y casi de espaldas

—¿Cree usted?...—pudo al fin preguntar muy serio el joven, mirando lleno de curiosidad al fraile.

—¿Que si creo? ¡Como en el Evangelio! ¡El indio es tan indolente!

—¡Ah! Perdone usted—dijo el joven acercando un poco su silla.—¿Existe verdaderamente esa indolencia en los naturales, ó sucede lo que afirma un viajero extranjero, que es sólo una invención para disculpar nuestra propia indolencia, nuestro atraso y nuestro absurdo sistema colonial?


  1. Arroz cocido.