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JOSÉ RIZAL

Siento que ese hombre haya muerto!-repuso Ibarra.-De él se habría podido saber algo más!

—Si hubiese vivido se habría librado del castigo. No tengáis duda, el criminal debía tener cómplices poderosos. Por esto he venido á advertiros que viváis sobre aviso.

—Gracias! Antes de marcharte dime quién eres. ¿Cuándo te volveré á ver?

—Siempre que queráis y siempre que os pueda ser útil. Aun soy vuestro deudor.

Y aquel hombre extraño salió precipitadamente del despacho, dejando á Ibarra sumido en la mayor confusión.

Repúsose al fin, y decidió volver al sitio de la fiesta, donde le estaban esperando.

Bajo el adornado kiosco comían los grandes hombres de la provincia.

El alcalde ocupaba un extremo de la mesa; Ibarra el otro. A la derecha del joven se sentaba María Clara y el escribano á su izquierda. Capitán Tiago, el alférez, el gobernadorcillo, los frailes, los empleados y las pocas soñoritas que se habían quedado se sentaban, no según su rango, sino según sus aficiones.

La comida era bastante animada y alegre, A la mitad de ella llegó un empleado de telégrafos con un parte para Capitán Tiago.

—Señores!-dijo éste todo azorado.-Su exc8- lencia el capitán general viene esta tarde á honrar mi casa! Y echó á correr sin nada á la cabeza y con la servilleta colgada al cuello.

El anuncio de la venida de los tulisanes no habría producido más efecto.

—Pero oiga usted! ¿Cuándo viene? ¡Uuéntenos usted!...