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JOSÉ RIZAL

aun mayores que los otros, de los cuales estaba suspendido el enorme sillar, socavado en su centro, para formar con la excavación de la otra piedra ya descendida en el foso, el pequeño espacio destinado á guardar la historia del día, como periódicos, escritos, monedas, etc., y transmitirla á lejanas generaciones. Estos cables iban á arrollarse al cilindro de un torno sujeto en tierra merced á gruesos maderos. Este torno, que se podía poner en movimiento por medio de dos manubrios, centuplicaba la fuerza de un hombre merced á un juego de ruedas dentadas.

En los kioscos que vimos anteayer ocupar al maestro de escuela y á los alumnos, se preparaba ahora el almuerzo, opíparo y abundante. En la enramada que los unía estaban los asientos para los músicos y una mesa cubierta de dulces y confituras y frascos de agua coronados de hojas y flores para el sediento público.

El maestro de escuela había hecho levantar cucañas, y colgar sartenes y ollas para alegres juegos.

La multitud, luciendo trajes de alegres colores, se aglomeraba, huyendo del sol ardiente, bajo la sombra de los árboles y del emparrado. Los muchachos se subían á las ramas y sobre las piedras para ver mejor la ceremonia, y miraban con en vidia á los chicos de la escuela, que limpios y bien vestidos, ocupaban un sitio destinado para ellos.

Pronto se oyeron los lejanos acordes de la música, que se acercaba precedida de una abigarrada turba. El hombre encargado de la cabria se puso inquieto y examinó con una mirada todo su aparato. Un curioso campesino seguía su mirada y obser vaba todos sus movimientos: era Elías, que acudía tambien á presenciar la ceremonia; por su salakot y su manera de ir vestido casi no se le cono-