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JOSÉ RIZAL

Movióse un tumulto, como era consiguiente.

Paróse el predicador, levantó las cejas sorprendido de tamaño escándalo. La indignación ahogó la palabra en su garganta y sólo consiguió pronunciar algunas palabras incoherentes, golpeando con los puños la tribuna.

—s¡Aaah! ¡Aaah!-pudo al fin exclamar el indignado sacerdote cruzando los brazos y agitando la cabeza;-para eso os estoy predicando toda la mañana, salvajes! ¡Aquí en la casa de Dios reñís y decís malas palabras, desvergonzados! Aaah! iya no respetáis nada! ¡Esta es la obra de la lujuria é incontinencia del siglo! Ya lo decía yo: jaaah!»

Y sobre este tema siguió predicando por espacio de media hora. El alcalde roncaba; María Clara cabeceaba: la pobrecita no podía resistir el sueño, no teniendo ya ninguna pintura ni imagen que analizar ni con qué distraerse. A Ibarra ya no le hacían mella las alusiones; pensaba ahora en una casita en la cima de un monte, donde soñaba ser feliz con María Clara. ¡Que en el fondo del valle se arrastrasen los hombres y viviesen en sus miserables pueblos! El padre Salví había hecho tocar dos veces la campanilla, pero esto era poner leña al fuego: fray Dámaso era terco y prolongaba más el sermón.

Fray Sibyla se mordía los labios y arreglaba repetidas veces sus anteojos de cristal de roca montados en oro. Fray Manuel Martín era el único que parecía escuchar con placer, pues estaba sonriente.

Por fin se cansó el orador y bajó del púlpito.

Todos se arrodillaron para dar gracias á Dios.

El alcalde se restregó los ojos, extendió un brazo, como para desperezarse, soltando un aah profundo y bostezando.