Frente á una casa en cuyas ventanas, adornadas de vistosas colgaduras, se asomaban el alcalde, Capitán Tiago, María Clara, Ibarra, varios españoles y señoritas, detúvose la comiti va. El padre Salví levantó la vista, pero no hizo el más pequeño gesto que demostrase saludo: únicamente se irguió, y entonces la capa pluvial cayó sobre sus hombros con cierta elegancia.
En la calle, debajo de la ventana, había una joven de rostro simpático, vestida con mucho lujo, lle vando en sus brazos un niño de corta edad. Nodriza ó niñera debía ser, pues el chico era blanco y rubio y ella morena, y sus cabellos más negros que el azabache.
Al ver al cura, extendió el tierno infante sus manecitas sonriendo alegremente y gritó balbuceando en medio de un breve silencio: -Papá! ipapaíto! La joven se estremeció, puso precipitadamente su mano en la boca del niño y alejóse llena de confusión.
El niño prorrumpió entonces en amargo llanto, á la par que continuaba gritando de un modo desesperado: -¡Papá! ¡papaíto! Los maliciosos hicieron un guiño picaresco, y los españoles testigos de la corta escena sonrieron benévolamente. La habitual palidez del padre Salví trocóse entonces en encendido color.