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—¡Es que tampoco te retiras tú á las ocho! ¡hasta las diez!

—Pero, señor, á las nueve ya no se puede andar y la casa está lejos.

—Y me querrás tú mandar á mí? -le preguntó irritado aquel hombre. Y cogiendo á Crispín del brazo trató de arrastrarle.

—¡Señor! ¡hace ya una semana que no hemos visto á nuestra madre!—suplicó Basilio cogiendo á su hermanito como para defenderle.

El sacristán mayor de una palmada le apartó la mano y arrastró á Crispín , que comenzó a llorar dejándose caer al suelo mientras decía a su hermano:

—¡No me dejes, me van á matar!

Pero el sacristán, sin hacerle caso, le arrastró escaleras abajo, desapareciendo entre las sombras.

Basilio se quedó sin poder articular una palabra. Oyó los golpes que daba el cuerpo de su hermanito contra las gradas de la escalerilla, un grito, varias palmadas, y después se perdieron poco a poco aquellos acentos desgarradores.

El muchacho no respiraba: escuchaba de pie, con los ojos extremadamente abiertos, y los puños cerrados.

—¿Cuándo podré arar un campo ?—murmuró entre dientes, y bajó precipitadamente .

Al llegar al coro se puso a escuchar con atención; la voz de su hermanito se alejaba á toda prisa y el grito: ¡madre! ¡hermano! se extinguió completamente al cerrarse una puerta. Tembloroso, sudando, detúvose un momento; mordióse el puño para ahogar un grito que se le escapaba del corazón y dejó vagar sus miradas en la semiobscuridad de la iglesia. Allí ardía débilmente la lámpara de aceite; el catafalco estaba en medio: las puertas todas cerradas, y las ventanas tenían rejas.

De repente subió la escalerilla, pasó por el segundo cuerpo, donde ardía la vela, y subió al tercero. Desató las cuerdas que sujetaban los badajos, y después volvió a descender pálido, pero sus ojos brillaban y no por las lágrimas.

La lluvia en tanto comenzaba á cesar y el cielo se despejaba poco a poco.