El mayor separó su vista de la llama , levantó la cabeza mordiendo con fuerza la gruesa cuerda de la que tiró vio lentamente, dejando oír una sonora vibración.
—¿Vamos a vivir siempre así, hermano?—continuó hablando Crispín. —¡ Quisiera enfermar mañana en casa , quisiera tener una larga enfermedad para que madre me cuidase y no me dejase volver al convento! Así no me llamarían ladrón, ni me pegarían! Y tú también, hermano, debías enfermar conmigo
—¡No!—contestó el mayor;—nos moriríamos todos: madre de pena, y nosotros de hambre.
Crispín no replicó.
—¿Cuánto ganas tú este mes?—preguntó al cabo de un momento.
—Dos pesos: me han impuesto tres multas.
—Paga lo que dicen que he robado, así no nos llamarán ladrones; ¡págalo, hermano!
—¿Estás loco, Crispín? Madre no tendría que comer; el sacristán mayor dice que has robado dos onzas, y dos onzas son treinta y dos pesos.
El pequeño contó en sus dedos hasta llegar á treinta y dos.
—Seis manos y dos dedos. Y cada dedo un peso, murmuró después pensativo. - Y cada peso... ¿cuántos cuartos?
—Ciento sesenta.
—¿Ciento sesenta cuartos? ¿Ciento sesenta veces un cuarto? ¡Madre! Y ¿cuántos son ciento sesenta?
—Treinta y dos manos,—contestó el mayor.
Crispín se quedó un momento viéndose las manecitas.
—¡Treinta y dos manos!—repetía;—seis manos y dos dedos, y cada dedo treinta y dos manos... y cada dedo un cuarto... ¡Madre, cuántos cuartos! No podrá uno contarlos en tres días, y se puede comprar chinelas para los pies, y sombrero para la cabeza cuando calienta el sol, y un gran paraguas cuando llueve, y comida, y ropas para ti y madre y...
Crispín se puso pensativo.
—¡Ahora, siento no haber robado !
—¡Crispín! -le reprendió su hermano.
—¡No te enfades! El cura ha dicho que me mataría á palos si no parece el dinero; si yo lo hubiese robado, lo