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XV

LOS SACRISTANES

Los truenos retumbaban á cortos intervalos, cruzándose unos con otros, y á cada trueno precedido, del espantoso zigzag del rayo: habríase dicho que Dios escribía con un incendio su nombre y que la bóveda eterna temblaba medrosa . La lluvia caía á torrentes y, azotada por el viento, que silbaba lúgubremente, cambiaba atontada á cada momento de dirección. Las campanas entonaban con voz llena de miedo su melancólica plegaria, y en el breve silencio , que dejaba el robusto rugido de los elementos desencadenados, un triste tañido, queja al parecer, gemía plañidero.

En el segundo cuerpo de la torre hallábanse los dos muchachos, que vimos de paso hablando con el filósofo. El menor, que tenía grandes ojos negros y tímido semblante, procuraba pegar su cuerpo al de su hermano, que se le parecía mucho en las facciones, sólo que la mirada era más profunda y la fisonomía más decidida. Ambos vestían pobremente trajes llenos de zurcidos y remiendos. Sentados sobre un trozo de madera, cada uno tenía en la mano una cuerda, cuya extremidad se perdía en el tercer piso, allá arriba entre sombras. La lluvia, empujada por el viento, llegaba hasta ellos y atizaba un cabo de vela, que ardía sobre una gran piedra , de que se sirven para imitar el trueno en Viernes Santo haciéndola rodar por el coro.

—¡Tira de tu cuerda, Crispín!—dijo el mayor å su hermanito.

Este se colgó de ella , y arriba se oyó un débil lamento, que apagó al instante un trueno, multiplicado por mil ecos.

—¡Ah! si estuviéramos ahora en casa, con madre!—suspiró el pequeño mirando a su hermano; - allí no tendría miedo.

El mayor no contestó; estaba mirando como se derramaba la cera y parecía preocupado.

—¡Allá nadie me dice que robo!-añadió Crispín;—¡madre no lo permitirá! Si supiese que me pegan...