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El filósofo levantó la cabeza y vio á un hombre de treinta á treinta y cinco años que le sonreía.

—¿Qué lee usted ahí?—preguntó Tasio señalando hacia un libro que el hombre tenta en la mano.

—Es un libro de actualidad: Las penas que sufren las benditas ánimas del Purgatorio!—contestó el otro sonriendo.

—¡Hombre, hombre, hombre!—exclamó el viejo en diferentes tonos de voz entrando en la casa;—el autor debe ser muy listo.

Al subir las escaleras fué recibido amistosamente por el dueño de la casa y su joven señora. El se llamaba don Filipo Lino y ella doña Teodora Viña . Don Filipo era el teniente mayor de un partido casi liberal, si se le puede llamar así, y si es posible que haya partidos en los pueblos de Filipinas.

—¿Ha encontrado usted en el cementerio al hijo del difunto don Rafael, que acaba de llegar de Europa?

—Sí, le ví cuando bajaba del coche.

—Dicen que ha ido a buscar el sepulcro de su padre... El golpe debió haber sido terrible.

El filósofo se encogió de hombros.

—¿No se interesa usted por esa desgracia?—preguntó la joven señora.

—Ya sabe usted que fui yo uno de los seis que acompañamos el cadáver; fui yo quien me presente al Capitán General cuando vi que aquí todo el mundo, hasta las autoridades, se callaban ante tan grande profanación , y eso que prefiero siempre honrar al hombre bueno en su vida à adorarle en su muerte.

—¿Entonces?

—Ya sabe usted , señora, que no soy partidario de la monarquía hereditaria. Por las gotas de sangre china que mi madre me ha dado, pienso un poco como los chinos: honro al padre por el hijo, pero no al hijo por el padre. Que cada uno reciba el premio ó el castigo por sus obras, pero no por las de los otros.

—¿Ha mandado usted decir una misa por su difunta esposa, como se lo aconsejaba ayer? —preguntó la mujer cambiando de conversación.

—¡No!—contestó el viejo sonriendo.

—¡Lastima!—exclamó ella con verdadero pesar;—dicen que hasta mañana a las diez, las almas vagan libres espe-