menos de un año, buscó un consuelo en los libros para librarse de su tristeza, de la gallera y de la ociosidad. Pero se aficionó de tal modo a los estudios y à la compra de libros, que descuidó completamente su fortuna y se arruinó poco a poco.
Llamábanle las personas bien educadas don Anastasio ó el filósofo Tasio, y las de mala educación, que eran la mayoría, Tasio el loco, por sus raros pensamientos y extraña manera de tratar a los hombres.
Como decíamos , la tarde amenazaba tempestad ; algunos relámpagos iluminaban con pálida luz el cielo plomizo ; la atmósfera era pesada y el aire sumamente bochornoso.
El filósofo Tasio parece haber olvidado ya su querida calavera: ahora sonríe mirando las obscuras nubes.
Cerca de la iglesia encontróse con un hombre, vestido con una chaqueta de alpaca, llevando en la mano más de una arroba en velas y un bastón de borlas, insignia de la autoridad.
—¿Parece que estáis alegre?—preguntóle este en tagalo.
—En efecto, señor capitán : estoy alegre porque tengo una esperanza.
—¡Ah! ¿ y qué esperanza es esa?
—¡La tempestad!
—¡La tempestad! ¿Pensáis bañaros sin duda?—preguntó el gobernadorcillo en tono burlón, mirando el modesto traje del viejo.
—Bañarme... no está mal , sobre todo cuando se tropieza con una basura,—contestó Tasio en tono igual, si bien algo despreciativo, mirando en la cara á su interlocutor;—pero espero otra cosa mejor.
—¿Qué, pues?
—¡Algunos rayos que maten personas y quemen casas!—contestó seriamente el filósofo.
—¡Pedid de una vez el diluvio!
—¡Lo merecemos todos, y vos y yo! Vos, señor gobernadorcillo, tenéis allí una arroba de velas que vienen de la tienda del chino; yo hace más de diez años que voy proponiendo a cada capitán la compra de pararrayos y todos sé me ríen , y compran bombas y cohetes, y pagan repique de campanas. Aun más; vos mismo, al siguiente