—¡Oye! - dice el que fuma, en tagalo. —¿No sería mejor que cavásemos en otro sitio? Esto es muy reciente.
—Son tan recientes unas fosas como otras.
—¡No puedo más! Ese hueso que has partido, aun sangra... ¡hum ! ¿y esos cabellos?
—Pero ¡qué delicado eres!—le reprocha el otro.—¡Ni que fueras tú escribiente del Tribunal! Si hubieses desenterrado, como yo lo he hecho, un cadáver de veinte días, por la noche, à obscuras , lloviendo... Se apagó mi linterna...
El otro se estremeció.
—El ataúd se desclavó, el muerto medio salió, olía... y tenerlo tú que cargar... y llovía, y estábamos ambos mojados, y...
—¡Brrr! Y ¿por qué lo has desenterrado?
El sepulturero le miró con extrañeza.
—¿Por qué? ¿lo sé yo acaso? ¡Me lo han mandado!
—¿Quién te lo mando?
El sepulturero medio retrocedió y examinó de pies á cabeza á su compañero.
—¡Hombre! pareces un español; las mismas preguntas me hizo después un español , pero en secreto . Pues te voy á contestar como al otro: me lo mandó el cura grande.
—Ah! y ¿qué has hecho después del cadáver? -continuó preguntando el delicado.
—¡Diablo! si yo no te conociera y supiera que eres hombre, diría que verdaderamente eres español civil: preguntas como el otro . Pues... el cura grande me mandaba que lo enterrase en el cementerio de los chinos, pero como el ataúd era pesado y el cementerio de los chinos está lejos...
-¡No, no! ¡yo no cavo más! -interrumpió el otro, lleno de horror, soltando la pala y saltando de la fosa;—he partido un cráneo y temo que no me deje dormir esta noche.
El sepulturero soltó una carcajada al ver como el melindroso se alejaba haciéndose cruces.
El cementerio se iba llenando de hombres y mujeres, vestidos de luto. Algunos buscaban algún tiempo la fosa, disputaban entre sí, y , como si no estuviesen acordes, se separaban y cada cual se arrodillaba donde le parecía mejor; otros, los que tenían nichos para sus parientes, en-