entrecejo; ha hecho bien en dejarnos. ¡Tan viejo y aun es teniente!
La señora no podía olvidar la alusión á sus rizos y el pisoteado del encañonado de sus enaguas.
Aquella noche escribía el joven rubio, entre otras cosas, el capítulo siguiente de sus Estudios Coloniales: «De como un cuello y un ala de pollo en el plato de tinola de un fraile pueden turbar la alegría de un festín.» Y entre sus observaciones había estas: «En Filipinas la persona más inútil en una cena ó fiesta es la que la da: al dueño de la casa pueden empezar por echarle a la calle y todo seguirá tranquilamente. En el estado actual de las cosas casi es hacerles un bien el no dejar á los filipinos salir de su país, ni enseñarles á leer... »
IV
Hereje y flibustero
Ibarra estaba indeciso . El viento de la noche, que por esos meses suele ser ya bastante fresco en Manila, pareció borrar de su frente la ligera nube que la había obscurecido: descubriose y respiró.
Pasaban coches como relámpagos, calesas de alquiler á paso moribundo , transeuntes de diferentes nacionalidades. Con ese andar desigual, que da a conocer al distraído ó al desocupado , dirigióse el joven hacia la plaza de Binondo[1], mirando a todas partes como si quisiera reconocer algo. Eran las mismas calles con las mismas casas de pinturas blancas y azules y paredes blanqueadas o pintadas al fresco imitando mal el granito ; la torre de la iglesia seguía ostentando su reloj con la traslúcida carátula; eran las mismas tiendas de chinos con sus cortinas sucias y sus varillas de hierro, una de las cuales había él torcido una noche, imitando a los chicos mal educados de Manila : nadie la había enderezado. — ¡Se va despacio! —murmuró, y siguió la calle de la Sacristía. Los vendedores de sorbetes seguían gritando: ¡Sorbeteee! los huepes[2] ó lamparillas alumbraban aún los mismos