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llegado, y fray Dámaso quedó pálido y con los ojos des mesuradamente abiertos.

-¡Tengo el honor de presentar á ustedes á don Crisóstomo Ibarra, hijo de mi difunto amigo! - continuó Capitán Tiago ; -este señor acaba de llegar de Europa y he ido á recibirle.

A este nombre, se oyeron algunas exclamaciones; el teniente se olvido de saludar al dueño de la casa; acercóse al joven y le examinó de pies á cabeza. Éste, entonces, cambiaba las frases de costumbre con todo el grupo y no parecía presentar otra cosa de particular que su traje negro en medio de aquella sala. Su aventajada estatura, sus facciones, sus movimientos respiraban , no obstante, ese perfume de una sana juventud en que tanto el cuerpo como el alma se han cultivado a la par. Veíanse en su rostro, franco y alegre, algunas ligeras huellas de la sangre española al través de un hermoso color moreno, algo rosado en las mejillas, efecto tal vez de su permanencia en los países fríos.

—¡Calla!— exclamó con alegre sorpresa ; -¡el cura de mi pueblo! ¡el padre Dámaso , el íntimo amigo de mi padre!

Todas las miradas so dirigieron al franciscano: éste no se movió.

—¡Usted dispense, me había equivocado !—añadió Ibarra confuso.

—¡No te has equivocado!—pudo al fin contestar aquél con voz alterada . —Pero tu padre jamás fué intimo amigo mío.

Ibarra retiró lentamente la mano que había tendido , mirándole lleno de sorpresa, se volvió y se encontró con la adusta figura del teniente que le seguía observando.

—Joven , ¿es usted el hijo de don Rafael Ibarra?

El joven se inclinó.

Fray Dámaso se incorporó en su sillón y miró de hito en hito al teniente.

—¡Bienvenido a su país y que en él sea más feliz que su padre! —exclamó el militar con voz temblorosa . — Yo le he conocido y tratado, y puedo decir que era uno de los hombres más dignos y más honrados de Filipinas.

—¡Señor!—contestó Ibarra conmovido; —el elogio que