tierras y allí fué donde hicimos nuestras amistades. Pues bien , verá usted lo que es el indio ; cuando salí, apenas me acompañaron unas viejas y algunos hermanos terceros, ¡y eso que he estado veinte años !
—Pero no hallo lo que eso tenga que ver con el desestanco del tabaco, —contestó el rubio aprovechando un , pausa , mientras el franciscano tomaba una copita de Jerez.
Fray Dámaso, lleno de sorpresa, por poco deja caer la copa. Quedóse un momento mirando de hito en hito al joven . —¿Cómo? ¿cómo? —exclamó después, con la mayor extrañeza . —Pero les posible que no vea usted eso que es claro como la luz? ¿No ve usted, hijo de Dios, que todo esto prueba palpablemente que las reformas de los ministros son irracionales? Esta vez fué el rubio el que se quedó perplejo; el teniente arrugó más las cejas; el hombre pequeñito movía la cabeza como para dar la razón á fray Damaso ó para negársela. El dominico se contentó con volverles casi las espaldas a todos .
—¿Cree usted ?...— pudo al fin preguntar muy serio el joven y mirando lleno de curiosidad al fraile.
—¿Qué si creo? ¡Como en el Evangelio! ¡El indio es tan indolente!
—¡Ah! perdone usted que le interrumpa, —dijo el joven bajando la voz y acercando un poco su silla ; — ha pronunciado una palabra que llama todo mi interès: ¿existe verdaderamente, nativa, esa indolencia en los naturales, ó sucede, según un viajero extranjero, que nosotros excusamos con esta indolencia la nuestra propia, nuestro atraso y nuestro sistema colonial? Hablaba de otras colonias cuyos habitantes son de la misma raza...
— ¡Ca! ¡Envidias! Pregúnteselo al señor Laruja , que también conoce el país; ¡pregúntele si la ignorancia y la indolencia del indio tienen igual! —En efecto , —contestó el hombre pequeñito, que era el aludido, —en ninguna parte del mundo puede usted ver otro más indolente que el indio, ¡en ninguna parte del mundo! —¡Ni otro más vicioso, ni más ingrato! —¡Ni más mal educado!