Ambos se dieron la mano y se la estrecharon con efusión.
Mientras los presentes celebraban este acontecimiento que daba fin á un pleito que tenía á ambas partes ya fastidiadas, la repentina llegada de cuatro guardias civiles y un sargento, armados todos y con la bayoneta calada , turbó la alegría é introdujo el espanto en el círculo de las mujeres. —¡Quieto todo el mundo!—gritó el sargento.—¡Un tiro al que se mueva!
A pesar de esta brutal fanfarronada, Ibarra se levantó y se le acercó.
—¿Qué quiere usted?—preguntó.
—Que nos entregue ahora mismo á un criminal llamado Elías, que les servía de piloto esta mañana, contestó con tono de amenaza.
—¿Un criminal?... ¿El piloto?¡Debe usted estar equivocado!—repuso Ibarra.
—No, señor: ese Elías está nuevamente acusado de haber puesto la mano en un sacerdote...
—¡Ah! y ¿es ése el piloto?
—El mismo, según se nos dice. Admite usted en sus fiestas á gente de mala fama, señor Ibarra.
Este le miró de pies á cabeza y le contestó con soberano desprecio:
—¡No tengo que dar á usted cuenta de mis acciones! En nuestras fiestas todo el mundo es bien recibido, у usted mismo que hubiera venido, habría encontrado un sitio en la mesa, como su alférez, que hace dos horas estaba entre nosotros.
Y dicho esto, le volvió las espaldas.
El sargento se mordió los bigotes, y considerando que era la parte más débil, ordenó que buscasen en todas partes y entre los árboles al piloto cuyas señas traían en un pedazo de papel. Don Filipo le decía:
—Note usted que esas señas convienen a las nueve décimas partes de los naturales; ¡no vaya usted á dar un paso en falso!
Al fin volvieron los soldados diciendo que no habían podido ver ni banca ni hombre alguno que infundiese sospechas: el sargento balbuceo algunas palabras y se marchó como había venido.