Cesó entonces la risa y enmudeció la conversación. El cura miraba á los jóvenes sin acertar á decir una sola palabra; éstos esperaban que él hablase y guardaban silencio.
—¿Qué es esto?—pudo al fin preguntar, cogiendo el librito y medio hojeándolo.
—«La rueda de la Fortuna,» un libro de juego,—contestó León.
—¿No sabéis que es un pecado creer en estas cosas?—dijo, y rasgó con ira las hojas.
Gritos de sorpresa y disgusto se escaparon de todos los labios.
—¡Mayor pecado es disponer de lo que no es suyo contra la voluntad del dueño!—replicó Albino, levantándose. —Padre cura, eso se llama robar, y Dios y los hombres lo prohiben.
María Clara juntó las manos y miró con ojos llorosos los restos de aquel libro que hace poco la había hecho tan feliz.
Fray Salví, contra lo que esperaban los presentes, no le replicó á Albino: quedóse viendo como revoloteaban las desgarradas hojas, yendo a parar algunas en el bosque, otras en el agua; después te alejó tambaleando con las dos manos sobre la cabeza. Detúvose algunos segundos hablando con Ibarra , que le acompañó hasta uno de los coches, dispuestos para llevar o conducir á los invitados.
—¡Hace bien en marcharse ese espanta alegrías!- murmuraba Sinang.–Tiene una cara que parece decir: «No te rias, que conozco tus pecados.»
Después del regalo que había hecho á su prometida, Ibarra estaba tan contento, que empezó á jugar sin reflexionar ni entretenerse examinando con cuidado el estado de las piezas.
De esto resultó que, aunque capitán Basilio se defendía ya sólo á duras penas, la partida llegó á igualarse, gracias á muchas faltas que el joven cometió después.
—¡Sobreseemos, sobreseemos!—decía capitán Basilio alegremente.
—¡Sobreseemos!—repitió el joven,—sea cualquiera el fallo que los jueces hayan podido dar.