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pétalos. Su primera sonrisa fué para Crisóstomo, y la primera nube de su frente para el padre Salvi. Este lo noto y no suspiro.

Llegó la hora de comer. El cura, el coadjutor, el alférez, el gobernadorcillo y algunos capitanes más con el teniente mayor, sentáronse en una mesa que presidia Ibarra. Las madres no permitieron que ningún hombre comiese en la mesa de las jóvenes.

—Esta vez, Albino, no inventas agujeros como en las bancas,—dijo León al ex seminarista.

—¿Qué? ¿Qué es eso?—preguntaron las viejas.

—Las bancas, señoras, estaban tan enteras como este plato,—aclaró León.

—¡Jesús! - exclamó tía Isabel sonriendo.

—¿Sabe usted algo ya, señor alférez, del criminal que maltrato al padre Dámaso? -preguntaba fray Salvi en la comida á aquél.

—¿De qué criminal, padre cura? —preguntó el alférez, mirando al fraile al través del vaso de vino que vaciaba.

—¿De quién ha de ser? ¡Del que anteayer tarde golpeó al padre Dámaso en el camino!

—¿Golpeó al padre Dámaso?—preguntaron varias voces.

El coadjutor parecio sonreir.

—¡Sí, y el padre Dámaso está ahora en cama! Se cree sea el mismo Elías que le arrojó á usted en el charco, señor alférez.

El alférez se puso colorado de vergüenza ó de vino.

—Pues yo creía—continuó el padre Salvi con cierta burla—que estaba usted enterado del asunto... que el alférez de la guardia civil ...

Mordióse el militar los labios y balbuceo una tonta excusa

En esto , apareció una mujer pálida, flaca, vestida miserablemente; nadie la había visto venir, pues iba silenciosa y hacía tan poco ruido que de noche se la habría tomado por un fantasma.

—¡Dad de comer á esa pobre mujer!—decían las viejas:—¡oy! ¡venid aquí!

Pero ella continuó su camino y se acercó a la mesa donde estaba el cura: éste volvió la cara, la reconoció y se le cayó el cuchillo de la mano.