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—¡No hagáis ruido, que os oyen los peces y no se dejan coger!—dijo.—Esta red debe estar rota.

Pero la red tenía integras todas sus mallas.

—Déjame a mí,—díjole León, el novio de Iday.

Este se aseguró bien del estado del cerco, examinó la red y , satisfecho, preguntó:

—¿Estáis seguros de que no se ha visitado desde hace cinco días?

—¡Segurísimos! La última vez fué la vigilia de Todos los Santos.

—Pues entonces, ó el lago está encantado ó yo saco algo.

León introdujo la caña en el agua, pero el asombro se pintó en su semblante. Silencioso miró un momento al vecino monte y siguió paseando la caña dentro del agua: después, sin retirarla, murmuró en voz baja:

—Un caimán.

—¡Un caimán!—repitieron.

La palabra corrió de boca en boca en medio del espanto y de la estupefacción general.

—¿Qué decís?-le preguntaron.

—Digo que hay un caimán cogido, -afirmó León, é introduciendo el mango de la caña en el agua, continuo:

—¿Oís ese sonido? eso no es la arena, es la dura piel, la espalda del caimán. ¿Veis como se mueven las cañas? es el que forcejea, pero está arrollado sobre sí mismo; esperad... es grande; su cuerpo mide casi un palmo ó más de ancho.

—¿Qué hacer?—fué la pregunta.

—¡Cogerlo!—dijo una voz.

—¡Jesús! ¿y quién lo coge?

Nadie se atrevia á descender al abismo. El agua era profunda.

—¡Debíamos atarle a nuestra banca y arrastrarle en triunfo!- dijo Sinang; —¡comerse los peces que debíamos comer!

—¡No he visto hasta ahora un caimán vivo!—murmuró María Clara.

El piloto se levantó, cogió una larga cuerda y subió ágilmente á la especie de plataforma. León le cedió el sitio.

Excepto María Clara, nadie hasta entonces se había fijado en él: ahora admiraban todos su esbelta estatura .