de las jóvenes que más tristes se habían puesto . Naturalmente, hubo un pequeño alboroto; las madres le hicieron callar á fuerza de chinelazos y pellizcos.
—¡Ayay! ¡ayay!—decía palpándose los brazos.—¡La distancia que separa Filipinas de las orillas del Rhin!, ¡Oh tempora! ¡oh mores! ¡A unos les dan encomiendas y á otros sambenitos!
Ya todas reian , hasta la Victoria misma; sin embargo, Sinang, la de los alegres ojos, decía en voz baja a María Clara:
—¡Feliz tú! ¡Ay , yo también cantaría si pudiese!
Andeng anunció al fin que el caldo estaba ya dispuesto á recibir a sus huéspedes.
El jovencito, el hijo del pescador, subió entonces sobre el encerradero o bolsa del corral, colocado en el extremo más estrecho de éste, donde se podría escribir el Lasciatiogni speranza voi ch’entrate, si los desgraciados peces supiesen leer el italiano y entenderlo: pez que entraba allí no salía sino para morir. Es un espacio casi circular de un metro de diámetro próximamente, dispuesto de manera que un hombre pueda tenerse en pie en la parte superior, para desde allí retirar los peces con la redecilla.
—¡Allí sí que no me aburriría el pescar con caña!—decía Sinang estremeciéndose de placer.
Todos estaban atentos: ya algunos creían ver los peces colear y agitarse dentro de la red, brillar sus relucientes escamas, etc. Sin embargo, al introducirla el joven, no saltó pez alguno.
—Debe estar lleno,—decía Albino en voz baja;—hace más de cinco días que no se ha visitado.
El pescador retiró la caña... ¡ay! ni un pececito adornaba la red; el agua, al caer en abundantes gotas que el sol iluminaba, parecía reir con risa argentina . Un ¡ah! de admiración, de disgusto, de desengaño se escapó de los labios de todos.
El joven repitió la misma operación, y el mismo resultado.
—¡No entiendes tu oficio!—le dijo Albino trepando al encerradero y arrancando la red de las manos del joven. —¡Ahora veréis! ¡Andeng, abre la olla!
Pero Albino tampoco lo entendía y siguió vacia la red. Todos se echaron á reir.