El religioso reflexionó; un momento después, contestó:
—La invitación es muy tentadora y acepto para probarle que ya no le guardo rencor. Pero tendré que ir más tarde, después que haya cumplido con mis obligaciones. ¡Feliz usted que está libre, enteramente libre!
Minutos después, Ibarra se despedía para cuidar de la fiesta del día siguiente. Era ya noche obscura.
En la calle se le acercó uno que le saludó reverentemente.
—¿Quién sois ?—preguntóle Ibarra .
—No conocéis, señor, mi nombre, -contestó el desconocido.—Os he estado esperando dos días.
—Y por qué ?
—¡Porque en ninguna parte se han apiadado de mi, porque dicen que soy un bandido, señor! ¡Pero he perdido mis hijos, mi mujer está loca y todos dicen que merezco mi suerte!
Ibarra examinó rápidamente al hombre y preguntó:
—¿Qué queréis ahora?
—¡Implorar vuestra piedad para mi mujer y mis hijos!
—No puedo detenerme,—contestó Ibarra.—Si queréis seguirme, caminando me podréis contar lo que os ha sucedido.
El hombre dió las gracias, y pronto desaparecieron en las tinieblas de las mal alumbradas calles .
XXIII
LA PESCA
Todavía brillaban las estrellas en la bóveda de zafiro, y las aves dormitaban aún en las ramas , cuando una alegre comitiva recorría ya las calles del pueblo dirigiéndose al lago, a la alegre luz de las antorchas de brea, que llaman comunmente huepes.
Eran cinco jovencitas, que marchaban aprisa, cogidas de las manos o de la cintura, seguidas de algunas ancianas y de varias criadas, que llevaban graciosamente sobre sus cabezas cestos llenos de provisiones, platos, etc. Al ver los semblantes en que ríe la juventud y brillan las esperanzas, al contemplar como flota al viento la abundante у negra cabellera y los anchos pliegues de sus vestidos, las