Sisa creyó sentir un bofetón: aquella mujer la había desnudado delante de la multitud . Levantó un momento sus ojos para saciarse en la burla y en el desprecio; vió á la gente lejos, muy lejos de ella, y sin embargo sentía el frío de sus miradas y oía sus cuchicheos. La pobre mujer andaba sin sentir el suelo.
—¡Eh , por aquí!—le gritó un guardia.
Como un autómata cuyo mecanismo se rompe, giró rápidamente sobre sus talones. Y sin ver nada, sin pensar, corrió a esconderse; vió una puerta con un centinela, trató de penetrar por ella, pero otra voz, más imperiosa aun, la aparto de su camino. Con paso vacilante buscó la dirección de aquella voz, sintió que la empujaban por las espaldas, cerró los ojos, dió dos pasos, y faltándole las fuerzas, se dejó caer en el suelo, primero de rodillas y sentada después. Un llanto sin lágrimas, sin gritos, sin ayes, la agitaba convulsivamente.
Aquello era el cuartel. Allí había soldados, mujeres, cerdos y gallinas. Algunos cosían sus ropas mientras su querida estaba acostada sobre el banco, teniendo por almohada el muslo del hombre, fumando y mirando aburrida hacia el techo. Otras ayudaban a los hombres á limpiar las prendas de vestir, las armas, etc. , cantando á media voz canciones lúbricas.
—¡Parece que los pollos se han escapado! ¡No traéis más que la gallina!—dijo una mujer á los recién llegados: no se ha averiguado si aludía á Sisa ó à la gallina que continuaba piando.
—Sí, siempre vale más la gallina que los pollos se contestó ella misma cuando vio que los soldados se callaban.
—¿Dónde está el sargento?—preguntó en tono disgusta do uno de los guardias civiles.—¿Han dado ya parte al alférez?
Movimientos de hombros que se encogian fueron las contestaciones: nadie se molestaba para averiguar algo acerca de la suerte de la pobre mujer.
Allí pasó ella dos horas en un estado de semi imbecilidad, acurrucada en un rincón , oculta la cabeza entre las manos, los cabellos desgreñados y en desorden . A mediodía se enteró el alférez, y lo primero que hizo fué no dar crédito á la acusación del cura. —¡Bah! ¡cosas del mezquino fraile!—dijo, y ordenó