Sisa prorrumpió en amargo llanto, dejándose caer sentada sobre un banco.
-¡No lloréis aquí! -le gritó el cocinero: -¿no sabéis que el padre está enfermo? Id á llorar en la calle.
La pobre mujer casi á empujones descendió las escaleras, al mismo tiempo que las hermanas, que murmuraban y hacían conjeturas acerca de la enfermedad del cura.
La desgraciada madre ocultó su cara con un pañuelo y reprimió el llanto.
Al llegar a la calle, miró indecisa en torno suyo, y después, como si hubiese tomado una determinación, se alejó rápidamente.
XIX
AVENTURAS DE UN MAESTRO DE ESCUELA
El lago, rodeado de sus montañas , duerme tranquilo con esa hipocresía de los elementos, como si la noche anterior no hubiese hecho coro a la tempestad. A los primeros reflejos de la luz , que despiertan en las aguas á los genios fosforescentes, se dibujan á lo lejos, casi en el confín del horizonte, parduscas siluetas: son las bancas de los pescadores que recogen la red; cascos y paraos [1] que tienden sus velas.
Dos hombres, vestidos de riguroso luto, contemplan silenciosos el agua desde una altura: uno de ellos es Ibarra y el otro es un joven de aspecto humilde y fisonomía melancólica.
-¡Aquí es!-decía este último;-aquí fue arrojado el cadáver de su padre. ¡Aquí nos condujo el sepulturero al teniente Guevara y á mi!
Ibarra estrechó con efusión la mano del joven .
-¡No tiene usted que agradecérmelo!-repuso éste. Debía muchos favores a su padre, y el único que le hice fué
- ↑ Pequeñas embercaciones ; los paraos están adornados con cañas.