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—¿Si? por esto decía vuestra vecina que vendísteis un cerdito suyo.

—¿Quién? ¡La sinvergüenza! ¿ Acaso soy yo como vos?..

El maestro tuvo que intervenir para poner paz: ya nadie se acordaba de los padrenuestros, sólo se hablaba de cerdos.

—¡Vamos, vamos , no hay que reñir por un cerdito, hermanas! Las Santas Escrituras nos dan ejemplo: los herejes y protestantes no le han reñido á Nuestro Señor Jesucristo , que arrojó al agua una piara de puercos que les pertenecían, y nosotros que somos cristianos y además hermanos del Santísimo Rosario, ¿habremos de reñir por un cerdito? ¿Qué dirían de nosotros nuestros rivales, los Hermanos Terceros?

Calláronse todas admirando la profunda sabiduría del maestro, y temiendo el que dirán de los Hermanos Terceros. Aquel, satisfecho de tanta obediencia, cambió de tono y prosiguió :

—Pronto nos hará llamar el cura. Hay que decirle qué predicador elegimos de los tres que ayer propuso : el padre Dámaso, el padre Martín ó el coadjutor. No sé si han elegido ya los Terceros; es menester decidir.

—Él coadjutor...—murmura tímidamente la Juana.

—¡Hum! ¡El coadjutor no sabe predicar!—dice la Sipa;—mejor es el padre Martín.

—¿El padre Martín?—exclama otra con desdén;—no tiene voz : mejor es el padre Dámaso.

—¡Ese, ese es!—exclama la Rufa.—¡El padre Dámaso sí que sabe predicar, ese parece un comediante!

—¡Pero no le entendemos!—murmura la Juana.

—¡Porque es muy profundo! y con tal que predique bien...

En esto llegó Sisa, llevando una cesta sobre la cabeza, dió los buenos días a las mujeres y subió las escaleras.

—¡Aquella sube! ¡Subamos también! -dijeron.

Sisa sentía latir con violencia su corazón mientras subía las escaleras: no sabía qué iba a decir al padre para aplacar su enojo ni qué razones iba á darle para abogar por su hijo. Aquella mañana, con las primeras tintas de la aurora había bajado a la huerta para coger sus más hermosas legumbres, que colocó en un cesto entre hojas de