—¡Ah!—interrumpió Basilio, y sus labios se contrajeron con disgusto.
—¡Hijo !—le reprendió ella.
—¡Perdonad , madre!—repuso seriamente: -¿no estamos mejor nosotros tres, vos, Crispín y yo? Pero lloráis; no he dicho nada.
Sisa suspiro.
—¿No cenas? Entonces acostémonos, que ya es tarde.
Sisa cerró la choza y cubrió las pocas brasas con ceniza para que no se estinguiesen, como hace el hombre con los sentimientos del alma: cubrirlos con la ceniza de la vida que llaman indiferencia, para que no se apaguen con el trato cotidiano de nuestros semejantes.
Basilio murmuró sus oraciones y acostóse cerca de su madre, que rezaba arrodillada.
Sentía calor y frío; procuro cerrar los ojos pensando en su hermanito que aquella noche contaba dormir en el regazo de la madre, y ahora lloraría y temblaría de miedo en un rincón obscuro del convento . Sus oídos le repetían aquellos gritos, como los había oído en la torre, pero la cansada naturaleza principio á confundir sus ideas, y el espíritu de los sueños descendió sobre sus ojos.
Vió una alcoba donde ardían dos velas. El cura, con el bejuco en la mano, escuchaba sombrío al sacristán mayor, que le hablaba en un extraño idioma, con gestos horribles. Crispín temblaba y volvía los ojos llorosos a todas partes como buscando a alguien ó un escondite. El cura se vuelve à él y le interpela irritado, y el bejuco silba. El niño corre á esconderse detrás del sacristán, pero éste le coge, le sujeta y le ofrece al furor del cura: el infeliz pugna, patalea, grita, se tira al suelo, rueda, se levanta, huye, resbala, cae y pára los golpes con las manos , que, heridas, esconde vivamente aullando. ¡Basilio le ve retorcerse, golpear el suelo con la cabeza, ve y oye silbar el bejuco. Desesperado su hermanito se levanta; loco de dolor, se arroja sobre sus verdugos y muerde al cura en la mano. Este suelta un grito, deja caer el bejuco; el sacristán mayor coge un bastón, le da un golpe en la cabeza, y el niño cae aturdido; el cura, al verse herido, le patea, pero ya no se defiende, ya