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ciones, ensanches y reformas, que convierten actualmente á Buenos Aires en un prodigio de población.

Algunas tardes al oscurecer, y después de terminado su trabajo, Rufina se entretenía unos instantes en la puerta de la calle.

Entre sus pretendientes y admiradores había un gaucho, el cual se mostraba más pertinaz y enamorado que los otros. Se había valido hasta de la pequeña sirvienta, para transmitir sus fogosas impresiones á la indiferente y desentendida joven.

Habia también aprovechado aquellas propicias horas de la tarde para detenerse junto á ella unos momentos; había ideado los más prácticos y eficaces recursos; pero siempre tuvo que sufrir los repulsivos ademanes de Rufina, y esa abrumadora frase, tan usada por las mujeres del país, de «¡Salí, zonzo!» ó los duros calificativos de estúpido y guarango.

El gaucho no se retraía por esos visibles y repetidos desaires, y hasta parecía hubiera jurado la realizáción de sus deseos, costara lo que costase, y fuera por los medios que fuese.

Era un joven como de 24 años, de figura musculosa y continente bizarro; pero bastante feo, y con todas las señales de la raza india: un descendiente tal vez de aquellos querandíes que tanto molestaron á don Pedro de Mendoza y sus exploradores, y que al fin incendiaron y destruyeron la primera fundación de 1535; un vástago de esa raza de las pampas, indómita, tiera como el soplo de esas mismas llanuras, en que nació, astuta, solapada, impetuosa y enérgica; un resultado de la mezcla de dos ferocidades, de la indígena y de la del conquistador; un tipo, en fin, de la raza que

tanto se funde hoy y tiende á desaparecer en los numerosos y variados moldes de la emigración europea.