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Volvió á sentir ruido en el altar mayor, se acercó, y le dió un gran puntapié.

Debería ser algún ratón.

No había profanado el templo, pues para esto era necesario que en él se diese sepultura á un infiel, herege, ó excomulgado vitando; que hubiera habido homicidio injurioso ó voluntaria efusión de sangre, dentro del mismo local, no en el cementerio, sacristía y demás anexos; ó que hubiera ocurrido la circunstancia de per humani seminis voluntariam effussionem, en cualquiera de las cuales habría correspondido la reconciliación al obispo, en caso de estar la iglesia consagrada, ó á un presbítero autorizado, si sólo estaba bendita.

Todó esto que cruzó rápidamente por su imaginación, le tenía muy sin cuidado; lo de verdadero interés era la ocultación de su horrendo crimen.

Volvió con paso lento y cabeza baja al dormitorio.

El ruido de sus apagados pasos parecía resonar con eco siniestro en lo alto de las bóvedas.

Se detuvo junto al cadáver de la desgraciada Rufina, cuyos ojos sin luz y pálidas'facciones, le parecieron alumbrados por cierta expresión de inocencia, de dulce reconvención y bondad.

Luego trabajó inútilmente gran parte del tiempo, por contener la sangre y limpiarla del piso.

Allá á la madrugada, cansado de su tarea y debilitado por el insomnio, se sentó en un viejo sillón de cuero, donde quedó ligeramente adormitado.

Entonces soñó medio despierto, en ese excepcional estado en que el espíritu se sumerge en pequeño y. flotante baño de sombras, que paseaba álegremente en tranvía por las calles de Buenos Aires; que el vehículo se deslizaba vertiginosamente, pero corriendo hacia atrás;