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El cura había cambiado de aspecto, y hasta se mostraba con ella más amable y cariñoso.

Pero ella principió á sufrir los efectos del veneno: sentía que se le abrasaban las entrañas, y como si circulase fuego líquido por sus venas.

Dió entonces dolorosos ayes, y prorumpió en frases interjectivas de las más lastimeras:

—¡Me muero! ¡Dios mío! ¡Virgen del Carmen! ¡Hija mía!... !Cielo santo!... ¡Estoy envenenada!... ¡Dios de piedad, socorredme!...

El sacritán dormía á cierta distancia, pero aquellas voces comprometían al cura.

El impuso silencio á su víctima con cierto terror y fiereza.

Ella saltó convulsivamente de la cama, é imploro arrodillada en los suelos, perdón á su mismo verdugo.

Entonces él descubrió en los contornos un martillo, tomó con una mano á su víctima, de los cabellos, la dió dos feroces golpes en la cabeza, y tuvo seguidamente á sus pies un cadáver, cuya sangre manchó su planta y formó un pequeño arroyo en el piso.

La niña había despertado, y al contemplar aquella cruel escena y los sufrimientos de su madre, comenzó á dar gritos.

Eso era terrible para él, porque atraería gente y quedaría. en evidencia su negro crimen.

Dió un gran salto, un verdadero salto de tigre, y arrojó con cierto resto de humanidad el ensangrentado martillo. Vaciló unos segundos, y luego se dirigió hacia la niña con vertiginosa rapidez, llevando en la. mano la botella, del veneno.

La estrechó· entre sus brazos, y con gran violencia la

hizo beber gran parte del contenido, oprimiéndola fuertemente, para que no lanzase ninguna queja.