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—¡Culpable!....¿yo?...¿por qué?

El cura replicó con severidad:

—Yo sí que lo sé todo. Eres una asquerosa meretriz. Has jugado á cartas dobles durante todo el tiempo de nuestra unión, con un estúpido gaucho; y frecuentas en Buenos Aires ciertas casas de prostitución reservadas.

Rufina se sentó en la cama, y se llevó las manos á la cabeza.

—No seas infame é hipócrita, añadió el cura; vas al nº.... de la calle de Suipacha, y al.... de la calle de Azcuenaga.

—¡Jesús!....¡qué calumnia! ¡Esto es atroz!

Siguió entre ellos una escena bastante agitada, y Rufina dió un grito y cayó desmayada sobre el mismo lecho.

Entonces él saltó rápidamente de la cama se vistió á prisa, dió dos ó tres agitadas vueltas por la habitación, y salió á la calle.

Serían entonces como las nueve de la noche.

Cuando él regresó, hacía unos momentos volviera ella en sí de su desmayo, y había formado sombrías conjeturas al encontrarse inesperadamente sola. Creyó que él hubiese aprovechado la ocasión para marcharse con la otra mujer.

Y así se lo significó cuando le vió entrar.

El dijo entonces con sombría calma:

—No, adorada mía; como te desmayaste, fuí á la farmacia á busoar esta medicina, para calmar tus nervios. Me has dado buen susto.

Luego buscó pan, empapó en la miga parte del líquido, y le aconsejó con cierto cariño lo tomase.

Rufina, humilde y complaciente, obedeció á la solicitud del cura.

¡Momento terrible! Estaba envenenada por una dosis bastante fuerte de sulfato de atropina.