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para vuestra patria, el de casaros y poblar; queda confiada á vosotras, más que á cualquier otra mujer, el crescite et multiplicamini de la Biblia.

Rufina, ó sea la muchacha, hallábase ya en todo su desarrollo.

Sobresalían entre las correctas facciones de su cara (perfilada nariz, frente espaciosa, cabellera negra y ondulante y pequeñas orejas) u~a boca algo grande, pero graciosa, en que cierta voluptuosa sonrisa dejaba ver con frecuencia parejos y bien alineados dientes; y unos grandes y expresivos ojos abiertos á reflejos indefinibles, á cierta claridad misteriosa de sueños no realizados.

A los diez y seis años es fácil notar en toda mujer bonita tales atractivos: en el campo, en la flor, en el ave y en la mujer, la primavera se manifiesta del mismo modo, con brisas halagadoras, con espléndidos reflejos de nácar y púrpura, con cierto rocío y humedad de aurora, con encantos de voluptuosidad y sueño.

Después de los ojos y boca, la mirada resbala con avidez al seno, á la cintura, al talle, al pie, y la fantasía trata de encontrar entre los flotantes pliegues del traje, entre las cintas, tules y demás adornos, esa perfección de formas que producen líneas curvas y ondulaciones, en completa oposición á los ángulos, superficies planas y líneas rectas.

Rufina agregaba al atractivo de sus ojos y semblante, un talle esbelto y unas formas hechiceras. Era una linda y provocadora muchacha.

En la fecha referida, aumentaba considerablemente su hermosura cierto velo de tristeza, una melancolía indefinible originada por las tristes y pobres circunstancias en que madre é hija se encontraban.

Asistían los domingos al templo, paseaban por las afueras, trabajaban en costura durante la semana, y tenían pocas amistades y visitas.