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El clérigo pareció calmarse con tales palabras. En buena razón, ningún motivo había. Él, verdaderamente, no había visto nada malo. Y aquella agitación de Rufina, que pronto había desaparecido, podía provenir muy bien de trabajos caseros y calor del fogón.

Tranquilizóse, pues; pero quedó en el fondo de su alma la sospecha y la duda.

Como que estaba plenamente convencido de lo que son casi todas las mujeres, ¿qué de extraordinario tendría que el pícaro de su sobrino, aprovechando la soledad y ausencia suya, ae hubiera divertido muy honestamente con su mujer?

Y éste sería el principal motivo de su dolor de estómago; y el quedarse encerrado en su aposento, en vez de andar por las calles en solicitud de colocación.

Aquella misma tarde buscó un pretexto, le negó toda hospitalidad sucesiva por zángano y holgazán, y le prohibió volviera á pisar más su casa.


IV

Pasó felizmente para la honrada y simpática Rufina aquel nublado.

Pero otra tarde estaban sentados el clérigo y ella junto á la ventana; hablaban cariñosamente de sus estrechas circunstancias, de lo poco que les lucía el trabajo; de lo difícil que se hacía encontrar para él ocupaciones ventajosas; del alquiler de la casa cuya obligación llegaría pronto; de lo nublado del presente y lo muy oscuro del porvenir.

Penetraban á través de los cristales los últimos resplandores del sol. Las hojas y flores del tul de las cortinas, producían en el semblante de ambos caprichosas sombras ó dibujos. Pasaba de cuando en cuando