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mente á su aposento, v ella se sentó en su correspondiente sitio, tratando de arreglarse el pelo y el semblante lo mejor posible.


III

El cura dirigió, á Rufina una escudriñadora mirada.

Notó, como era consiguiente, lo encendido de su semblante y su gran agitaci6n.

—¿Qué es eso? ¿Qué te ha pasado?.

—Nada... He estado limpiando los múebles... y dedicada á las faenas de la cocina.

—Es extraño, en atención á que nunca has estado­ así.

—Puedes creerme. No hay motivo alguno para que pretenda engañarte. Te lo juro.

El clérigo bajó la cabeza pensativo.

Volvió á mirarla con mucha atenci6n y preguntó: —¿Y F.?

Rufina contestó con cieno desprecio é indiferencia:

—No sé; en su aposento estará.

El clérigo se levantó, y con las manos cruzadas á la espalda, comenzó á pasearse muy agitadamente por la habitación.

Deteniéndose frente á ella á poco, volvió á mirarla con mucha atención, y dijo:

—Todo esto me extraña bastante.

—¿El qué, querido mío?

El clérigo alzó la voz con cólera, y exclamó:

—¡Tu cara! ¡Esa cara de meretriz!

—!Jesú!... Virgén del Carmen... ¿Y qué has visto, qué motivos tienes para tratarme así? Te lo juro por la memoria de mi idolatrada madre, que no hay razón alguna

para que te incomodes, ni me dirijas tales insultos.