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ojos de usted. Póngase usted en mi caso, y haría lo mismo, ó peor.

—¡Atrevido!...

—Tenga usted lástima de mí. Nadie sabrá nada.

—Retírese usted, infame; ó podrá salirle caro su atrevimiento.

—Me ordena usted lo imposible. Preferiría que me matara, antes que...

—Pero, ¡esto es atroz! ¡Qué infamia! ¡Váyase usted de aquí!

Las circunstancias eran por demás difíciles, y exigían arreglarlo todo con una enérgica resolución.

Ya el mal paso estaba dado, y en tan escabroso asunto, le perjudicaría más la tentativa que la misma consumación del hecho.

Pálido y en extremo excitado, dominado por una de esas violentas situaciones que no pueden compararse con otra cosa mejor qué con un volcán, se dirigió á ella con los brazos abiertos.

Trabóse entonces una desesperada lucha, en que él llevó la peor parte.

Las hermosas trenzas de la joven se soltaron y cayeron sobre sus hombros, y su semblante se puso vivamente encendido.

La resistencia era firme y proporcionada al brusco ataque.

Por su parte, no había él conseguido ni besarla, por más que á tal fin encaminara sus esfuerzos desde el principio.

Rufina se había apoderado de las tijeras, y, le había produciao un gran arañazo en el cuello.

Luego se sintió ruido en la puerta de la calle, los pasos de una persona que entraba, y no podía ser otro que él.

Entonces el fogoso y atrevido enamorado corrió sigilosa-