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Rufina se había puesto bastante encendida, tenía la cabeza baja, y se entretenía en frotar entre sus dedos un pliegue del vestido.

El cura añadió:

—Os amaré siempre.

—Pero.... yo aspiraba á un amor de esposo, y vos estáis en la imposibilidad de casaros conmigo.

—De modo que... ¿ya no me amais?

—Francamente... un sacerdote... esto me produce cierto horror...

El cura se puso algún tanto pálido.

Ambos quedaron durante un rato en silencio y entregados á sus reflexiones.

Luego dijo él sin levantar la cabeza, y como hablando consigo mismo:

—¡Ridiculeces humanas! ¿Acaso no late dentro del pecho de un sacerdote un corazón igual al de los otros? ¿No es terrible barbaridad el oprimírselo dentro de un anillo de hierro? El amor es soplo de Dios, el que arrastra dulcemente á todos los seres; es la luz y calor de la vida. El manto y el vestido del sacerdote no son tan negros, como las profundas tinieblas en que se pretende envolver su corazón. Se le obliga á prestar un voto solemne, sin considerar que la ola de las pasiones se estrellará y hará sangrienta espuma dentro del pecho. ¡Oh, no, no!... ¡imposible vivir sin amar! Y luego... existir en la sociedad como ave de mal agüero, espantada de todos los nidos.... sin verdaderas y legítimas afecciones... sin una esposa... sin familia. El catolicismo es en esto bárbaro y despótico. Después... el mismo confesonario es el más agudo dardo lanzando á nuestras pasiones. Aunque el espíritu lograra apagarse, la carne se enciende. Con tan tiránicas y absurdas restricciones,­ se contraría la misma obra de Dios. Dios no ha ordenado nada de esto. Son leyes establecidas por un