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Rufina se levantó muy agitada, y se asomó á la puerta del patio.

Miraba distraída las adelfas, sin verlas seguramente.

Después se puso á remover las hojas del tomillo, al parecer muy contenta y como si ya no pensase en nada que la disgustase.

Luego entró él.... ¡el cura!

Lo recibió con invencible frialdad.

El cura comprendió algo desde las primeras miradas; ladeó algún tanto el semblante, y mostró su perfil característico de ave de rapiña, ron cierto fruncimiento de sus prominentes y pobladas cejas.


IV

—Parecéis esta tarde algo seria....

—Noooo....

—Algo debe haberos ocurrido.

—Me habéis jurado amor eterno....

—Sííí....

—Y me habeis dado palabra de casamiento....

—Tambien.

—¿Y si no pudiera cumplirse?

—¿Por qué?

—Porque hubiera alguna circunstancia poderosa....

—Acabad de una vez. Alguien os habrá dicho que yo soy sacerdote.

Rufina hizo con la cabeza un movimiento de afirmación, y él lanzó una ligera carcajada. Luego añadió:

—Pero ese no será obstáculo para que yo os ame siempre con toda mi alma.

—Ah, sí; pero no podre ser vuestra esposa, sino una simple querida.

—¿Y que más da? ¡No será siempre mi amor el mismo?