—La situación de ustedes es, á la verdad, penosa y triste; pero todo se remediará seguramente. Dentro de unos momentos vendrá una enfermera celosa y de toda confianza, y un médico. Vendré también á visitarlas con frecuencia, para todo lo más que puedan necesitar. Dios no separa nunca sus ojos con indiferencia, de la orfandad, de la honradez y de la virtud.
Rufina lloró, unió sus manos en ademán de súplica, y dirigiéndose al extranjero, dijo:
—Gracias, señor; no sabremos cómo pagar tanta generosidad y bondades.
El extranjero sacó entonces su cartera, de la que tomó una tarjeta con su dirección; y, unida ésta á un billete de banco, la colocó en la almohada de la enferma.
Apretó con cierta sonrisa amable la mano de la hija, y se despidieron, tanto él como el que le acompañaba.
En la tarjeta se leían secamente este nombre y apellidos: Pedro Castro Rodriguez.
Cumplió el extranjero sus ofertas con la mayor exactitud.
Hubo enfermera, médico, remedios, y cuanto se pudo necesitar.
Las visitas del mismo fueron tambien frecuentes y cariñosas, hasta el punto de ayudar por sí en algunas funciones domesticas.
Rufina estaba encantada de tanta generosidad y solicitud.
Parecía que un ángel bueno había entrado en la casa.
Cuando llamaban á la puerta y entraba él, experimentaba cierto alivio.