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riosidad á la hija. Las miradas de ésta y de él se encontraron repetidas veces.

—¿Están ustedes solas?

—Sí, señor; no hay en la casa más familia. Mamá ha caído enferma desde ayer. —¿Y qué siente usted, señora?

—Mucha fiebre... dolores en las articulaciones y en todo el cuerpo... gran decaimiento... cierto hervor en la espalda y sienes... Parece que el cerebro late dentro de mi cabeza.

El individuo pulsó á la enferma, examinó con gran atención su encendido semblante, bajó la cabeza como entregado á profundas cavilaciones; y volvió á mirar luego con marcado interés á la hija.

—¿No tiene usted padre, señorita?

—No, señor; hace algún tiempo dejó de existir, quedando atenidas á nuestro pobre trabajo. Vivimos solas.

—¿No tienen tampoco quién las sirva?

—Tampoco, señor; una muchacha que nos ayudaba en las faenas domésticas, marchó ayer á su casa.

—¿Y no han llamado ustedes á ningún médico?

—Vivimos muy pobremente, y carecemos de los recursos necesarios. Mi padre dejó al morir un pequeño terreno, que poco vale...y esta humilde casa...Para mantenernos, trabajamos en la costura durante muchas horas, y mamá traía piezas de los talleres. Con la epidemia y la enfermedad de mamá, se hará imposible seguir trabajando en lo sucesivo.

El extranjero dirigió la vista á las paredes, al techo y al moviliario, y todo le reveló pobreza; pero mucho orden, aseo y regularidad. Fijóse mucho en la imagen de la Virgen, en los débiles reflejos de la lámpara, y en el ramillete algún tanto marchito.

Volvió á mirar alternativamente á la enferma y á la

hija, y luego observó: