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CARTA XLIII

¡ Compadeceros yo, marqués ! Eso sí que no; os lo juro. No habéis querido seguir mis consejos y por eso no siento que os hayan tratado del modo que me contáis. Habéis creído que era preciso sorprender á la condesa. La forma desenvuelta con que ella hablaba del amor, la facilidad de su trato, su indulgencia para vuestras locuras, la sinceridad con que ridiculizaba á las platónicas, todo esto os hacía creer que encontra- ríais en ella menos severidad; pero acabáis de com- prender que estabais en un error. Todas esas apa- riencias eran otros tantos lazos pérfidos y engañosos. Hay que convenir en que sorprender asi la buena fe de las personas es un procedimiento que clama ven- ganza y que merece todos los nombres que vos le dáis.

Pero, ¿queréis, marqués, que os hable con mi fran- queza ordinaria? Estáis en un error muy generalizado entre los hombres. Nos juzgan por las apariencias. Piensan que una mujer cuya virtud no esté siempre en guardia es más fácil de vencer que una gazmoña; la experiencia no les desengaña. Por eso se exponen muchas veces á rigores tanto más duros cuanto menos esperados, Entonces acusan á las mujeres